LA SALETTE - FRANCIA - 1846
"El 18 de septiembre de 1846, víspera de la santa aparición de la santa Virgen, yo estaba sola, como era habitual, cuidando las cuatro vacas de mis amos. Hacia las once de la mañana vi que se me aproximaba un niño. Al verlo me asusté, pues me parecía que todo el mundo debía saber que yo rehuía toda clase de compañías. Este niño se acercó más y me dijo: "Pequeña, vengo a acompañarte; yo también soy de Corps". Al oír estas palabras mi maldad innata se manifestó de inmediato y retrocediendo algunos pasos, le dije: "No quiero a nadie; deseo estar sola". Después me alejé, pero el niño me seguía diciéndome: "¡vaya déjame contigo; mi amo me ha dicho que viniera a cuidar mis vacas con las tuyas; yo soy de Corps".
Yo me marché, haciéndole el gesto de no querer a nadie y cuando me hube alejado, me senté sobre el césped a conversar con las florecillas del buen Dios.
Un momento después miro tras de mí, y encuentro a Maximino sentado muy cerca. Dijome entonces: "Cuídame, y seré bueno". Pero mi mala inclinación no entendía razones. Me levanto de nuevo, precipitadamente y me voy un poco más lejos y sin decirle una palabra, volviendo a jugar con las flores del buen Dios.
Momentos después estaba a mi lado Maximino, repitiéndome que sería juicioso, que no hablaría, que se aburría si estaba solo y que su amo lo enviaba junto a mí... Esta vez me apiadé de él; le indiqué que se sentara y continué con las florecillas del buen Dios.
Maximino no tardó en romper el silencio echando a reír (yo creo que se reía de mí); lo miro y me dice: "vamos a jugar". Nada le respondí, pues era tan ignorante que no imaginaba un juego. Seguía entreteniéndome sola son las flores y Maximino se acercó aún más a mí, sin dejar de reír y me dijo que las flores no tenían oídos para escucharme y que debíamos jugar juntos. Pero yo no tenía inclinación alguna para el juego que él me proponía. Sin embargo, comencé a hablarle y él me dijo que los diez días que tenía que pasar con su amo estaban por terminar, debiendo entonces ir a Corps, a casa de sus padres, etc..
Mientras me hablaba se dejó oír la campana de La Salette, anunciando el Ángelus; hice un signo a Maximino para que elevara su alma a Dios. Descubrióse y guardó un instante de silencio. En seguida le pregunté: "¿Quieres comer?"- "Si, me dijo, vamos". Nos sentamos; tomé de mi saco las provisiones que me habían dado mis amos y según mi costumbre, antes de cortar mi redondo panecillo con la punta de mi cuchillo, marqué en él una cruz, haciendo en medio de ésta un pequeño agujero, al tiempo que decía: "Si dentro está el diablo, que salga de ahí; pero si está Dios, que se quede" y sin perder un segundo, volví a tapar el hueco. Maximino rompió a reír estrepitosamente y dio un puntapié a mi pan, que rodó hasta el pie de la montaña y se perdió.
Yo tenía otro pedazo de pan, que comimos entre los dos; en seguida nos pusimos a jugar; después, comprendiendo que Maximino debía tener necesidad de comer, le indiqué un lugar de la montaña donde podía encontrar algunas frutas. Lo exhorté a ir y comer, lo que hizo sin tardar; se hartó de frutas y además trajo un sombrero lleno de ellas. Por la tarde bajamos juntos a la montaña. Prometiéndonos volver a guardar las vacas en común.
El siguiente día, 19 de septiembre, en el camino encontré a Maximino; subimos la montaña uno al lado del otro. Descubrí que Maximino era muy bueno, muy sencillo, y que le agradaba la conversación que yo quería sostener; también era sumamente dócil; pero algo curioso, porque cuando estaba lejos de él, si me veía inmóvil, acudía rápidamente para ver que hacía u oír lo que yo decía a las flores del buen Dios; y cuando no llegaba a tiempo, me preguntaba qué había dicho. Maximino me pidió que le enseñara algún
juego. La mañana era ya avanzada; díjele que recogiera flores para hacer el "paraíso".
Los dos nos pusimos a trabajar en eso; pronto tuvimos una cantidad de flores de diversos colores. El Ángelus del pueblo se podía oír, pues el tiempo estaba bueno y el cielo diáfano.
Después de haber dicho al buen Dios lo que sabíamos, propuse a Maximino conducir nuestras vacas hacia una meseta junto a la quebradita, donde hallaríamos piedras para construir el "paraíso". Llevamos
nuestras vacas a dicho lugar y seguidamente tomamos nuestra frugal comida; luego nos pusimos a acarrear piedras y a levantar nuestra casita, que consistía en una planta baja que quería representar nuestra vivienda y después un piso superior que para nosotros sería el "paraíso".
Esta planta estaba cubierta de flores de diversos colores, algunos de cuyos tallos sostenían coronas. El "paraíso" se hallaba cubierto con una sola y ancha piedra, que habíamos tapizado con florecillas; también por todo su contorno habíamos suspendido coronas. Terminada nuestra obra, la contemplamos; nos acometió el sueño y alejándonos unos pasos de allí, nos dormimos sobre el césped.
Habiéndome despertado y no viendo a nuestras vacas, llamé a Maximino y trepé el pequeño montículo. Desde allí observé que nuestras vacas estaban echadas tranquilamente y volví a bajar al tiempo que Maximino subía la misma cuesta, cuando de pronto vi una hermosa luz, más brillante que el sol y apenas pude articular estas palabras: "Maximino ¿ves aquello? ¡Ah, Dios mío!". Al mismo tiempo dejé caer el cayado que tenía en la mano. Yo no sé qué impresión deliciosa tuve en ese momento, pero me sentía como atraída, dominada por un gran respeto pleno de amor y mi corazón hubiera querido correr más de prisa que yo.
Miré fijamente esa luz que aparecía inmóvil; y como si se hubiera abierto, vi otra luz mucho más esplendorosa que se movía y en medio de ella a una bellísima Señora sentada sobre nuestro "paraíso", con la cabeza entre las manos. La bella Señora se sentó sobre nuestro "paraíso" sin hacerlo desmoronar. Esta bella Dama se levantó, cruzó a medias sus brazos, observándonos y nos dijo: "Acercaos, hijos míos, no tengáis temor; estoy aquí para anunciaros una gran nueva". Estas dulces y suaves palabras, hiciéronme volar hacia ella y mi corazón habría querido adherirse a ella para siempre. Llegada muy junto a la bella Dama, delante de ella y a su derecha, comienza su discurso; de sus bellos ojos las lágrimas también comienzan a rodar: "Si mi pueblo no quiere someterse, me veré obligada a dejar caer la mano de mi Hijo. Ella es tan ruda y tan pesada, que ya no puedo contenerla más.
¡Cuánto tiempo hace que sufro por vosotros! para que mi Hijo no os abandone, es indispensable que le niegue incesantemente. Vosotros no os preocupáis en absoluto por ello. Por mucho que rogareis, por mucho que hicierais, nunca llegaríais a recompensar la pena que me he tomado por vosotros.
Os he dado seis días para trabajar, reservándome el séptimo y no se quiere acordármelo. Esto es lo que tanto hace pesar el brazo de mi Hijo.
Los que conducen las carretas no saben hablar sin mezclar en ello el nombre de mi Hijo. Estas son las dos cosas que hacen tan pesado el brazo de mi Hijo.
Si la cosecha se arruina, sólo vuestra es la culpa.
Yo os lo hice ver el año pasado en las patatas, pero no habéis hecho caso alguno; al contrario, cuando las encontráis podridas, juráis y mezcláis el nombre de mi Hijo. Ellas continuarán pudriéndose; En Navidad ya no habrá más".
Yo traté de interpretar bien esta expresión: Patatas, creía entender que significaba manzanas. La bella y buena Señora, adivinando mi pensamiento, prosiguió así:
"¿No me habéis comprendido, hijos míos? Os lo diré de otro modo".
La traducción en francés es la siguiente:
"Si la cosecha se echa a perder, no es más que por causa de vosotros; esto os mostré el año pasado con las patatas y no reparasteis en ello; por el contrario, cuando hallabais patatas podridas, jurabais y mezclabais en ello el nombre de mi Hijo. Ellas seguirán pudriéndose y en Navidad ya no quedará más.
Si tenéis trigo, no deberá ser sembrado. Todo lo que sembréis será devorado por los animales; y lo que germine se transformará en polvo cuando vayáis a cosecharlo. Sobrevendrá una gran miseria. Antes que ésta se produzca, los niños menores de siete años, serán presa de un estremecimiento y morirán en los brazos de las personas a cuyo cargo estén; los otros harán penitencia por el hambre. Las nueces se echarán a perder y se pudrirán las uvas".
Al llegar a ese punto, la bella Señora que me cautiva, permaneció un instante sin hacerse oír; sin embargo, yo veía como si hablara, seguía moviendo graciosamente sus amables labios.
Maximino recibía entonces su secreto. Después, dirigiéndose a mí, la santísima Virgen me habló y me dio un secreto en francés. Helo aquí, todo entero y tal como ella me lo diera:
1." Melania, lo que voy a decirte ahora no será siempre un secreto; podrás publicarlo en 1858".
2. Los sacerdotes, ministros de mi Hijo, los sacerdotes, por su mala vida, por sus irreverencias y por su impiedad en celebrar los santos misterios, por su amor al dinero, a los honores y a los placeres, se han convertido en cloacas de impurezas. Sí, claman venganza y la venganza está suspendida sobre sus cabezas.
¡Maldición a los sacerdotes y a las personas consagradas a Dios, que con sus infidelidades y su mala vida crucifican de nuevo a mi Hijo! Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al cielo y piden venganza y ésta se halla suspendida sobre sus cabezas, porque nadie implora ya misericordia y perdón para el pueblo, porque no hay ya almas generosas, no hay ya personas dignas de ofrecer la víctima inmaculada al Eterno, en favor del mundo.
3. Dios va a herir de un modo como no hay ejemplo.
4. ¡Desventurados los habitantes de la tierra! Dios va a agotar su cólera y nadie podrá sustraerse a tantos males reunidos.
5. Los jefes, los conductores del pueblo de Dios, han desdeñado la oración y la penitencia y el demonio les ha ofuscado la inteligencia; se han transformado en estrellas errantes que el viejo diablo arrastrará con su cola, para hacerlos perecer. Dios permitirá a la vieja serpiente sembrar la división entre los reinantes, en todas las sociedades y en todas las familias; se padecerán males físicos y morales; Dios abandonará a los hombres a sí mismos y enviará castigos que se sucederán durante más de treinta y cinco años.
6. La sociedad está en vísperas de los más terribles azotes y de los más grandes acontecimientos; se debe aguardar ser gobernado por una barra de hierro y beber el cáliz de la cólera de Dios.
7. Que el vicario de mi Hijo el soberano pontífice, Pío IX, no salga más de Roma, desde el año 1859; pero que sea firme y generoso, que luche con las armas de la fe y del amor; yo estaré con él.
8. Que desconfíe de Napoleón; doble es su corazón y cuando intente hacerse, al mismo tiempo, papa y emperador, Dios no tardará en abandonarlo; es un águila que, queriendo elevarse constantemente, terminará por caer sobre la espada de la cual quería servirse para hacerse elevar por los pueblos.
9. Italia será castigada por su ambición de sacudir el yugo del Señor de los Señores; también será entregada a la guerra; la sangre correrá por todas partes; las iglesias serán cerradas o profanadas; los sacerdotes, los religiosos, serán expulsados; se les hará morir y de una muerte cruel. Muchos abandonarán la fe y grande será el número de los sacerdotes y religiosos que se separarán de la verdadera religión; entre ellos también habrá obispos.
10. Que que el Papa esté en guardia contra los hacedores de milagros, porque ha llegado el tiempo en que los prodigios más estupendos tendrán lugar sobre la tierra y en los aires.
11. En el año 1864, Lucifer y gran número de demonios serán desatados desde el infierno; poco a poco abolirán la fe, hasta en las personas consagradas a Dios; las cegarán de tal modo que salvo el caso de una gracia particular, esas personas tomarán el espíritu de los malos ángeles; muchas casas religiosas perderán totalmente la fe y se perderán muchas almas.
12. Los malos libros abundarán sobre la tierra y los espíritus de las tinieblas difundirán por todas partes un relajamiento universal para todo lo que se relacione con el servicio de Dios; adquirirán un enorme poder sobre la naturaleza; habrá iglesias al servicio de esos espíritus. Serán transportadas algunas personas de un lugar a otro, por esos espíritus malos, hasta sacerdotes, porque ellos no serán guiados por el buen espíritu del Evangelio, que es espíritu de humildad, caridad y celo por la gloria de Dios. Se hará resucitar a muertos y a justos. (Es decir, que esos muertos tomarán la imagen de las almas justas que habían vivido sobre la tierra, para seducir mejor a los hombres; esos presuntos muertos resucitados, que no serán más que otras tantas imágenes del demonio, predicarán otro evangelio contrario al del verdadero Cristo Jesús, negando la existencia del cielo, serán también las almas de los condenados. Todas esas almas aparecerán como unidas a sus cuerpos). Habrá extraordinarios prodigios en todos los lugares, porque la verdadera fe se ha apagado y la falsa luz ilumina el mundo. ¡Ay de los príncipes de la Iglesia que sólo se hayan ocupado de acumular riquezas sobre riquezas, de salvaguardar su autoridad y de dominar con orgullo!.
13. El vicario de mi Hijo tendrá mucho que sufrir, porque durante un tiempo la Iglesia será víctima de grandes persecuciones; será ese el tiempo de las tinieblas; la Iglesia pasará por una horrorosa crisis.
14.Olvidada la santa fe de Dios, cada individuo querrá guiarse por sí mismo y ser superior a sus semejantes. Los poderes civiles eclesiásticos serán abolidos y pisoteados serán todo orden y toda justicia; no se verá más que homicidios, odio, envidia, mentira y discordia, sin amor por la patria ni por la familia.
15. El santo Padre sufrirá mucho. Yo estaré con él hasta el fin, para recibir su sacrificio.
16. Los malvados atentarán muchas veces contra su vida sin poder hacerle daño; pero ni él ni su sucesor verán el triunfo de la Iglesia de Dios.
17. Los gobernantes civiles tendrán todos un mismo designio, que será el de abolir y hacer desaparecer todo principio religioso, para dar lugar al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y a toda clase de vicios.
18. En el año 1865 se verá la abominación en los lugares santos; en los conventos, las flores de la Iglesia estarán corrompidas y el demonio se erigirá en rey de los corazones. Que los que se hallan a la cabeza de las comunidades religiosas, presten atención a las personas que deben recibir, porque el demonio empleará toda su malicia para introducir en las órdenes religiosas, apersonas entregadas al pecado, y los desórdenes, y la pasión por los placeres serán difundidos por toda la tierra.
19. Francia, Italia, España e Inglaterra entrarán en guerra: la sangre correrá por las calles; el francés luchará contra el francés, el italiano contra el italiano; a continuación habrá una guerra general, que será espantosa. Por un tiempo, Dios se olvidará de Francia y de Italia, porque el Evangelio de Jesucristo no es ya conocido. Los malvados desplegarán toda su malicia, hasta en las casas habrá muerte y matanzas mutuas.
20. Al primer golpe de su espada mortífera, las montañas y la tierra toda se estremecerán de espanto, porque los desórdenes y los crímenes de los hombres traspasan la bóveda de los cielos. París será incendiado y Marsella engullida; muchas grandes ciudades serán sacudidas y sepultadas por terremotos; se creerá que todo está perdido; no se verán más que homicidios; no se oirá más que rumor de armas y de blasfemias. Los justos sufrirán mucho; sus oraciones, su penitencia y sus lágrimas subirán hasta el cielo y todo el pueblo de Dios pedirá perdón y misericordia y buscará mi ayuda y mi intercesión. Entonces, por un acto de su justicia y de su misericordia infinita para con los justos, Jesucristo ordenará a sus ángeles que den muerte a todos sus enemigos. De pronto, los perseguidores de la Iglesia de Jesucristo y todos los pecadores perecerán, y la tierra quedará como un desierto. Entonces se hará la paz, la reconciliación de Dios con los hombres; Jesucristo será servido, adorado y glorificado; en todas partes florecerá la caridad. Los nuevos reyes serán el brazo derecho de la santa Iglesia que, a su vez, será fuerte, humilde, piadosa, pobre, solícita e imitadora de las virtudes de Jesucristo. El Evangelio será predicado en todas partes y los progresos de la fe serán grandes, porque habrá unidad entre los obreros de Jesucristo y porque los hombres vivirán en el temor de Dios.
21. Esta paz entre los hombres no será larga; veinticinco años de abundantes cosechas les harán olvidar que los pecados son la causa de todas las penas que caen sobre la
tierra.
22. Un precursor del anticristo con sus tropas de muchas naciones, combatirá contra el verdadero Cristo, el único salvador del mundo; derramará mucha sangre y querrá destruir el culto de Dios para hacerse contemplar como un Dios.
23. La tierra será azotada por toda clase de plagas (aparte de la peste y el hambre, que serán generales), habrá guerras, hasta la definitiva, que entonces será hecha por los diez reyes del anticristo, todos los cuales tendrán un mismo propósito y serán los únicos que gobernarán el mundo. Antes que esto ocurra, habrá una especie de falsa paz en el mundo; no se pensará más que en diversiones; los malos se entregarán a toda suerte de pecados; pero los hijos de la santa Iglesia, los hijos de la fe, mis verdaderos imitadores, crecerán en el amor de Dios y en las virtudes que me son más queridas. ¡Dichosas las almas humildes conducidas por el Espíritu Santo! Yo combatiré con ellas hasta que lleguen a la plenitud de la edad.
24. La naturaleza clama venganza contra los hombres, y se estremece de espanto a la espera de lo que debe ocurrir en la tierra manchada de crímenes.
25. Temblad, tierra y vosotros, que hacéis profesión de servir a Jesucristo y que íntimamente os adoráis a vosotros mismos, temblad, pues el Señor va a entregaros en manos de su enemigo, porque los lugares santos están corrompidos y muchos conventos ya no son casa de Dios, sino establos de Asmodeo y los suyos.
26. Será en esa época que nacerá el anticristo, de una religiosa hebrea, de una falsa virgen que tendrá trato con la vieja serpiente, señora de la impureza; su padre será Ev; al nacer vomitará blasfemias y tendrá dientes; en una palabra será el diablo encarnado; lanzará gritos horripilantes, hará prodigios, sólo se nutrirá de impurezas. Tendrá hermanos que, aunque no sean como él, demonios encarnados, serán hijos del mal; a los doce años se harán admirar por las valientes victorias que obtendrán, muy pronto cada uno de ellos estarán a la cabeza de ejércitos; asistidos por legiones del infierno.
27. Las estaciones serán alteradas, la tierra no producirá más que malos frutos, los astros perderán el ritmo de sus movimientos y la luna sólo reflejará una claridad rojiza; el agua y el fuego darán al globo terráqueo movimientos convulsivos y horribles temblores, que harán desaparecer montañas, ciudades, etc.
28. Roma perderá la fe, se transformará en sede del anticristo.
29. Los demonios del aire y el anticristo harán grandes prodigios sobre la tierra y en los aires, y los hombres serán más perversos cada día. Dios cuidará de sus fieles servidores y de los hombres de buena voluntad; el Evangelio será predicado por todas partes, todos los pueblos y todas las naciones tendrán conocimiento de la verdad.
30. Yo dirijo un llamado urgente a la tierra; yo llamo a los verdaderos discípulos del Dios vivo y reinante en los cielos; llamo a los verdaderos imitadores de Cristo hecho hombre, el único y verdadero salvador de los hombres; llamo a mis hijos, a mis verdaderos devotos, a los que se han dado a mí para que yo los lleve a mi divino Hijo, a los que llevo, por así decir, en mis brazos, a los que han vivido de mi espíritu; en fin, llamo a los apóstoles de los últimos tiempos, a los fieles discípulos de Jesucristo, a los que han vivido con desprecio del mundo y de sí mismos, en la pobreza y en la humildad, en el desdén y en el silencio, en la oración y en la mortificación, en la castidad y en la unión con Dios, en el sufrimiento y desconocidos del mundo. Es tiempo ya que ellos salgan y vengan a iluminar la tierra. Id y mostraos como mis amados hijos; yo estoy con vosotros y en vosotros, siempre la fe sea la luz que os ilumine los días de infortunio. Que vuestro celo os haga como hambrientos de la gloria y el honor de Jesucristo. Combatid, hijos de la luz, porque he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines.
31. La Iglesia será eclipsada, el mundo estará consternado. Pero ahí estarán Enoch y Elias, plenos del Espíritu Santo; ellos predicarán con la fuerza de Dios y los hombres de buena voluntad creerán en Dios y muchas almas serán consoladas; ellos harán grandes progresos por la virtud del Espíritu Santo y
condenarán los errores diabólicos del anticristo.
32. ¡Desdichados los habitantes de la tierra! Habrá guerras sangrientas y miserias; pestes y enfermedades contagiosas; habrá espantosa granizada de animales; truenos que sacudirán las ciudades; terremotos que sepultarán países. Se escucharán voces en los aires; los hombres golpearán sus cabezas contra las murallas; invocarán la muerte y ésta, por su parte será su tormento; la sangre correrá por todas partes. ¿Quién podrá vencer si Dios no abrevia el tiempo de la prueba? Dios terminará por acceder ante la sangre, las lágrimas y las súplicas de los justos; Enoch y Elias serán condenados; Roma pagana desaparecerá; el fuego celeste caerá y consumirá tres ciudades; todo el universo será presa del terror y muchos se dejarán seducir, porque no han adorado al verdadero Cristo que vive entre ellos. Es el momento; el sol se oscurece, solamente la fe subsistirá.
33. Ha llegado la hora; el abismo se abre. He aquí el rey de los reyes de las tinieblas. He ahí la bestia con sus vasallos, diciéndose el salvador del mundo. Se remontará soberbio por los aires, para llegar al cielo; será ahogado por el aliento de san Miguel arcángel. Se precipitará y la tierra, que habrá estado tres días en continuas evoluciones, abrirá su seno en llamas; será sumido para siempre, con los suyos, en los abismos eternos del infierno. Entonces, el agua y el fuego purificarán a la tierra y consumirán todas las obras del orgullo de los hombres, y todo será renovado; Dios estará servido y glorificado".
Seguidamente la Santa Virgen me dio, también en francés la regla de una nueva orden religiosa.
Luego de haberme dado la regla de esa nueva orden religiosa, la santa Virgen prosiguió de esta manera, a continuación del discurso:
"Si ellos se convierten, las piedras y las rocas se trocarán en trigo y las patatas se hallarán diseminadas por la tierra. ¿Hacéis bien vuestra oración, hijos míos? Los dos contestamos: ¡Oh no, Señora! No muy bien. ¡Ah, hijos míos, es necesario rezar bien por la noche y por la mañana. Cuando no podáis hacerlo mejor, decid un Pater y un Ave María; y cuando tengáis tiempo y podáis rezar mejor, lo recitaréis más a
menudo.
Pocas son las mujeres de cierta edad que van a misa; los otros trabajan durante todo el estío en día domingo, y en invierno, cuando no saben qué hacer, sólo van a misa para mofarse de la religión. Durante la Cuaresma van tras la carne como perros.
¿No habéis visto el trigo dañado, hijos míos?
Respondimos ambos: "¡Oh, no Señora!"
La santa Virgen dirigiéndose a Maximino: "Pero tú, hijo mío, alguna vez debes haberlo visto en el Coín, con tu padre. El hombre de la pieza dijo a tu padre: Venga usted a ver como se echa a perder mi trigo. Vosotros fuisteis a ver. Tu padre tomó dos o tres espigas en la mano, restrególas y se convirtieron en polvo. Después, cuando os volvíais, hallándoos a media hora solamente de Corps, tu padre te dio un pedazo de pan, diciéndote: Toma hijo, come este año porque si el trigo se pierde de esa manera, no sé quién comerá el año venidero".
Maximino respondió: "Cierto es Señora, yo no lo recordaba".
La santísima Virgen terminó su discurso en francés:
"¡Y bien hijos míos! Lo haréis conocer de todo mi pueblo". La bellísima Señora atravesó el arroyo y a dos pasos de éste, sin volverse hacia nosotros, que la seguíamos (porque atraía por su esplendor, pero aún más por su bondad, que me embriagaba, y parecía fundir mi corazón) nos repitió:
"¡Y bien hijos míos! Lo haréis conocer de todo mi pueblo". Luego siguió andando hasta el sitio donde yo subiera para ver dónde estaban las vacas que guardábamos. Sus pies no tocaban más que el extremo de la hierba, sin doblarla, llegada al montículo la bella Señora se detuvo y al momento me puse delante de ella, para mirarla bien y tratar de saber hacia qué lado se encaminaría; porque tal era mi caso, yo me había olvidado de mis vacas y de los amos en cuya casa prestara servicio; habíame apegado para siempre e incondicionalmente a mi Señora, sí, yo quería no dejarla más, nunca más; la seguí de buena fe, dispuesta a servirla mientras yo viviera.
Con mi Señora, yo creía haber olvidado el "paraíso"; no tenía más pensamiento que el de servirla en todo; y creía que hubiera podido hacer todo lo que ella dijera, pues me parecía que ella tenía mucho poder. Me miró con una tierna bondad, que me atrajo a ella; yo habría querido, con los ojos cerrados, precipitarme en sus brazos, No me dio tiempo para hacerlo. Elevóse insensiblemente hasta una altura superior al metro y quedando por un brevísimo instante suspendida en el aire, mi bella Señora miró al cielo, después a la tierra, de derecha a izquierda, para fijar luego en mí sus ojos tan dulces, tan amables y bondadosos, que parecíame como si me atrajera a su interior y como si mi corazón se abriera al suyo.
Y mientras mi corazón se dilataba dulcemente, la bella imagen de mi bella Señora desaparecía poco a poco; me pareció que la luz en movimientos se multiplicaba o que se condensaba entorno a la santísima Virgen para impedirme que siguiera viéndola. De esta manera, la luz iba sustituyendo partes de su imagen, que desaparecían ante mis ojos; o bien, parecíame que el cuerpo de mi Señora se cambiaba, se fundía en luz. Así la luz, en forma de globo, se elevó dulcemente en ascensión recta.
Yo no puedo decir si el volumen de luz disminuía a medida que se elevaba, o si era el alejamiento lo que hacía que le viera disminuir a medida que ascendía; lo que sé, es que permanecí con la cabeza levantada y los ojos fijos en la luz que se alejaba siempre y que, disminuyendo de volumen, terminó por desaparecer.
Quitados al fin mis ojos del firmamento, miro en torno de mí y veo a Maximino que me observa y le digo: "Maximino, debe ser el buen Dios de mi padre, o la santa Virgen, o alguna gran santa". Y Maximino levantando su mano, exclamó: "¡Oh! ¡Si lo hubiera sabido!".
La noche del 19 de septiembre nos retiramos un poco más temprano. Llegada a casa de mis amos, me ocupé en atar las vacas y poner orden en todo el establo. No había terminado de hacerlo, cuando mi señora vino llorando y me dijo: "¿Por qué, hija mía, no me has dicho lo qué te había ocurrido en la montaña?. (Maximino que no había hallado aún a sus amos, que estaban trabajando todavía, había ido a casa de los míos, refiriendo todo lo que había visto y oído). Yo le respondí: "Quisiera terminar mi trabajo antes de decirle lo que pasó". Un momento después fui hasta la casa y mi señora me dijo: "Cuenta todo lo que has visto; el pastor de Bruite (tal era el apodo de Pedro Selme, amo de Maximino) me ha contado todo".
Empecé a hablar y al mediar el relato, llegaron los amos; y mi señora, que lloraba de escuchar las quejas y las amenazas de nuestra tierna madre, dijo:
"¡ Ah! vosotros queréis ir mañana a recogerle trigo; guardaos bien de hacerlo; venid a oír lo que le ha ocurrido hoy a esta niña y al pastor de Selme". Y volviéndose hacia mí, me dijo: "Repite todo lo que me has dicho". Repetí entonces mi relato; cuando hube terminado, dijo mi amo: "Se trata de la santa Virgen o bien de una gran santa, que ha venido en nombre de Dios, que es como si hubiera venido él mismo; debe hacerse todo lo que esa santa ha dicho. ¿Cómo has de hacer para decir esto a todo su pueblo?" Yo le respondí: "Dígame usted cómo debo hacer y yo lo haré". De inmediato mirando a su madre, a su esposa y a su hermano, él dijo: "Es necesario pensarlo". Luego, cada uno se fue a sus quehaceres.
Pasada la cena, Maximino y sus amos vinieron a casa de los míos para referir lo que aquél les había contado y para saber qué habría de hacerse. "Pues, dijeron, nos parece que es la santa Virgen enviada por el buen Dios; las palabras de ella lo hacen suponer. Y ella les ha ordenado difundirlas por todo su pueblo; será acaso menester que estos niños recorran el mundo entero para hacer saber que todo el mundo debe observar los mandamientos del buen Dios, o de lo contrario, grandes males caerán sobre nosotros". Luego de un momento de silencio, mi amo dijo, dirigiéndose a Maximino y a mí: "¿Sabéis lo que debéis hacer, hijos míos? Mañana os levantaréis temprano e iréis juntos a casa del señor cura a decirle todo lo que habéis visto y oído; contadle bien cómo ha ocurrido todo, y él os indicará lo que habréis de hacer".
El 20 de septiembre, día siguiente al de la aparición, salí muy temprano con Maximino. Llegados a la curia, llamé a la puerta. La criada del cura vino a abrirnos, preguntándonos qué queríamos. Yo le dije (en francés, a pesar de no haberlo hablado nunca): "Desearíamos hablar con el señor cura", "¿Y qué queréis decirle?", nos preguntó ella. "Queremos decirle, señorita, que ayer fuimos a apacentar nuestras vacas en la montaña des Baisses y después de haber comido, etc., etc." Le contamos una parte del discurso de la santísima Virgen. Entonces sonó la campana de la iglesia; era el último toque de la misa. El señor abate Perrin, cura de La Salette, que nos había oído, abrió ruidosamente la puerta; Lloraba, se golpeaba el pecho, nos dijo: "¡Hijos míos, estamos perdidos! ¡Dios va a castigamos! ¡Ah, Dios mío! ¡Se nos ha aparecido la santa Virgen!", y se fue a celebrar la santa misa. Nos miramos con Maximino y la criada; luego, Maximino me dijo: "Yo me voy a Corps, a casa de mis padres". Y nos separamos.
No habiendo recibido orden de mis amos de retirarme inmediatamente después de haber hablado al señor cura, creí no hacer mal alguno asistiendo a misa. Fui, pues, a la iglesia. En el primer evangelio, terminado éste, el señor cura se volvió hacia los asistentes y trató de narrarles la aparición del día anterior, en una de sus montañas y les exhortó a no trabajar más en domingo; su voz estaba entrecortada por los sollozos y la emoción invadió a todos. Después de la santa misa me retiré a casa de mis amos. Allí, el señor Peytard, que hasta el presente es alcalde de La Salette, vino a interrogarme sobre la aparición; y luego de haber desentrañado la verdad de cuanto le dijo retiróse convencido.
Hasta el día de Todos los Santos permanecí en casa de mis amos y a su servicio. Después se me pensionó en las religiosas de la Providencia, en mi pueblo, Corps.
La santísima Virgen María era muy alta y muy bien proporcionada; parecía ser tan leve, que podría suponerse que un soplo la haría agitar; sin embargo, estaba inmóvil y bien plantada. Su fisonomía era majestuosa e imponente, más no arrogante como son los señores de la tierra. Imponía un respetuoso temor. Al mismo tiempo que su majestad inspiraba un respeto no exento de amor, atraía hacia ella. Su mirada era dulce y penetrante; sus ojos parecían hablar a los míos, pero la conversación venía de un profundo y vivo sentimiento de amor hacia aquella belleza cautivante que me derretía. La dulzura de su mirada, su aire de bondad indecible, hacían comprender y sentir que ella atraía y quería darse; era una expresión de amor que no puede ser expresada por la lengua humana, ni con las letras del alfabeto.
El ropaje de la santísima Virgen era blanco plateado y muy brillante; no tenía nada de material; estaba compuesto de luz y de gloria, variante y resplandeciente. No hay sobre la tierra cómo expresarlo, ni hay nada comparable.
La Santa Virgen era muy bella y toda hecha de amor; contemplándola, yo sentía como ansias de fundirme en ella. En sus ropas, como en su persona, todo respiraba la majestad, el esplendor, la magnificencia de una reina incomparable. Aparecía bella, blanca, inmaculada, cristalizada, deslumbrante, celestial, fresca, nueva como una virgen; parecía como si la palabra amor escapara de sus labios plateados y purísimos. La vi como a una buena madre, rebosante de bondad, de amabilidad, de amor hacia nosotros, de compasión, de misericordia.
La corona de rosas que tenía sobre su cabeza, era tan hermosa, tan brillante, como no es posible hacerse idea alguna; las rosas de diversos colores no eran de la tierra; era un ramo de flores que rodeaba en forma de corona la cabeza de la santísima Virgen; pero las rosas cambiaban o se alternaban; después, del cáliz de cada rosa surgía una luz tan bella que arrobaba y daba a las flores una hermosura radiante. De la corona de rosas elevándose como ramas de oro, una cantidad de otras florecillas mezcladas con brillantes. Todo formaba una hermosísima diadema, que brillaba por sí sola más que nuestro sol.
La santa Virgen tenía una hermosísima cruz suspendida de su cuello. Esa cruz parecía dorada y digo dorada porque no quiero decir oro, pues he visto algunas veces objetos dorados con diversos matices áureos y esto, a mis ojos, me hacía un efecto más bello que una placa de oro. Sobre esta bella cruz, resplandeciente de luz, estaba un Cristo, era Nuestro Señor, con sus brazos extendidos sobre ella. Hacia las dos extremidades de la cruz, había de un lado un martillo y del otro una tenaza. El Cristo de color natural, pero lleno de fulgor; y la luz que salía de todo su cuerpo causaba el efecto de dardo muy brillante que acribillaban mi corazón con el deseo de fundirme en él. A veces parecía muerto; tenía la cabeza inclinada y el cuerpo como inerte, dando la sensación de que habría caído si no hubiera estado
asegurado por los clavos que lo unían a la cruz.
Sentí una honda compasión y hubiera querido repetir al mundo entero su amor ignorado e infiltrar en las almas de los mortales el amor más sentido y la más viva gratitud hacia un Dios que no tenía, absolutamente, necesidad alguna de nosotros para ser lo que es, lo que ha sido y lo que será siempre; y sin embargo -¡Oh amor incomprensible para el hombre!- ¡Él se ha hecho hombre y ha querido morir, sí, morir, para grabar mejor en nuestras almas y en nuestra memoria el amor loco que siente por nosotros! ¡Oh, que desdichada soy al hallarme tan indigente de palabras para expresar el amor de nuestro Salvador hacia nosotros! Pero, por otra parte, ¡cuán felices somos de poder sentir mejor lo que no podemos expresar!.
Por momentos, el Cristo parecía vivo; tenía la cabeza erguida y los ojos abiertos, como si se hallara en la cruz por su propia voluntad. Y por momentos parecía hablar, como si quisiera mostrar que estaba por nosotros en la cruz; por amor a nosotros para atraernos a su amor, para mostrarnos que siempre tiene un amor nuevo por nosotros, que su amor del principio y del año treinta y tres es siempre el de hoy y será el de siempre.
La santa Virgen lloraba casi todo el tiempo que me habló. Una a una, sus lágrimas rodaban lentamente hasta sus rodillas; después como chispas de luz, desaparecían. Eran lágrimas brillantes y llenas de amor. Yo hubiera deseado darle consuelo y que ella no llorase más. Pero me pareció que tenía necesidad de mostrar sus lágrimas para enseñar mejor su amor olvidado por los hombres. Hubiera deseado también arrojarme en sus brazos y decirle: "¡Mi buena Madre, no lloréis! Yo quiero amaros por todos los hombres de la tierra!" Pero creía oírle decir: "¡Hay tantos hombres que no me conocen!".
Yo estaba entre la vida y la muerte, viendo de un lado tanto amor, tanto deseo de ser amada, y del otro, tanta frialdad, tanta indiferencia... ¡Oh Madre mía, tan madre, tan bella y tan amable, mi amor, corazón de mi corazón!...
Las lágrimas de nuestra tierna Madre, lejos de menoscabar su aire majestuoso de Reina y de Señora, parecían embellecerla, mostrarla aún más amable, más bella, más poderosa, más llena de amor, más maternal, más cautivadora; y yo habría devorado sus lágrimas que hacían palpitar mi corazón de compasión y de amor. Ver llorar a una Madre y una Madre tal, sin echar mano de todos los medios imaginables para consolarla, para trocar en júbilo sus dolores, ¿puede acaso comprenderse? ¡Oh, Madre más que buena! Vos habéis sido hecha de todas las prerrogativas de que Dios es capaz; vos habéis como agotado el poder de Dios; vos sois buena, y además buena de la bondad de Dios mismo; Dios se ha agigantado haciéndoos su obra maestra terrenal y celeste.
La santísima Virgen tenía un delantal amarillo ¿Qué digo, amarillo? Ella tenía un delantal más brillante
quetodos los soles reunidos. No era de una tela material,sino un compuesto de gloria, y esa gloria era centelleante y de unabelleza arrebatadora. Todo en la santísima Virgen me enajenaba fuertemente y hacíame como arrastrarme y adorar y amar a miJesús en todos los estados de su vida mortal.
La santísima Virgen tenía dos cadenas, un poco más gruesa una que la otra. De la más delgada pendía la cruz a que he hecho referencia antes. Esas cadenas (pues que es preciso darles ese nombre) eran como rayos de gloria de gran fulgor, vario y esplendente.
Los zapatos (pues qué debo decir, zapatos) eran blancos, pero de un blanco plateado, brillante; alrededor tenían rosas. Estas eran de uña belleza deslumbrante y del corazón de cada una de ellas salía una llama luminosa, bellísima y muy grata a la vista. Las hebillas eran de oro, pero no oro de la tierra sino del paraíso.
La visión de la santísima Virgen era por sí misma un paraíso, había en ella todo, lo que podíasatisfacer, pues la tierra quedaba olvidada. La santa Virgen estaba Circundada por dos luces. La primera, más cerca deella, llegaba hasta nosotros; brillaba con un fulgor bellísimo y centelleante. La segunda extendíase un poco más en derredor de la bella Señora y alcanzaba a envolvernos. Esta era inmóvil (quiero decir que no centelleaba) pero resplandecía más que nuestro pobre sol de la tierra. Estas luces no dañaban, ni siquiera fatigaban la vista. Aparte de ellas, de todo ese esplendor del cuerpo de la santa Virgen, de su ropaje y de todas partes salían núcleos, haces o rayos de luz.
La voz de la bella Señora era dulce; encantaba, cautivaba, hacía bien al corazón; satisfacía; allanaba todos los obstáculos, calmaba, dulcificaba. Parecíame que yo habría de desear siempre como absorber su bella voz y mi corazón danzar y querer ir a su encuentro para licuarse en ella.
Los ojos de la santísima Virgen, nuestra tierna Madre, no pueden ser descritos por una lengua humana. Para hablar de ellos sería menester un serafín; más aún, sería indispensable el lenguaje mismo de Dios, de ese Dios que ha formado a la Virgen inmaculada, obra maestra de su omnipotencia.
Los ojos de la augusta María parecían mil y mil veces más bellos que los brillantes, los diamantes y las piedras preciosas más buscadas; brillaban como dos soles; eran dulces de toda dulzura, claros como un espejo. En ellos se veía el paraíso; atraían hacia ella; parecía que ella quería darse y atraer. Cuanto más la miraba yo, más quería verla; más la veía y tanto más la amaba, y la amaba con todas mis fuerzas.
Los ojos de la bella Inmaculada eran como la puerta de Dios, desde donde se veía todo lo que puede embriagar al alma. Cuando mis ojos se encontraban con los de la Madre de Dios y mía, experimentaba en lo íntimo de mi ser una venturosa revolución de amor y de protestas de amarla y de fundirme de amor.
Mirándonos, nuestros ojos se hablaban a su modo, y yo la amaba tanto que había querido besarla en el centro de los suyos, que enternecían mi alma y parecían atraerla y confundirla con la suya. Sus ojos infundieron un dulce temblor en todo mi ser; y yo temía hacer el más leve movimiento que pudiera serle desagradable.
La sola visión de los ojos de las más pura de las vírgenes habría bastado para constituir el cielo de un bienaventurado; habría bastado para hacer entrar un alma en la plenitud de las voluntades del Altísimo entre todos los acontecimientos que tienen lugar en el transcurso de la existencia terrenal; habría bastado para hacer que el alma viniera en continuos actos de alabanza, de gratitud, de reparación y de expiación. Esta sola visión concentra el alma en Dios y la vuelve como una muerta viva, que nomira las cosas de la tierra, aun las más graves, sino como pasatiempos de niños; el alma no querría oír hablar más que de Dios y de lo que tiene relación con su gloria.
El pecado es el único mal que ella ve sobre la tierra. Y el pecado la haría morir de dolor, si Dios no la sostuviera. Amén".
Castellamare, 21 de noviembre de 1878.
María de la Cruz, víctima de Jesús llamada Melania Calvat, pastora de La Salette.
(Cf. "Laque llora", León Bloy, Editorial Talleres Gráficos "Pedro Goyena", Buenos Aires, 947, Págs. 139 a 169).